¿En qué queremos convertir la infancia?
¿Se está acortando la infancia como período de la vida? ¿Qué significa ser niño? ¿Cómo favorecer que nuestros hijos o alumnos vivan su niñez en toda su intensidad?
¿Podríamos en la educación familiar o escolar, inhibir la riqueza de este periodo de la vida?
La infancia es creatividad, implica poseer un pensamiento móvil, vivaz y diverso. Es la etapa en la cual se despierta la curiosidad, se busca querer saber sobre el mundo y sus misterios. Es el momento para empezar a preguntar con irreverencia por los significados de la realidad en la que se vive. Ser niño es activar el deseo de entendimiento.
También es el momento de la vida para aprender que el error o el no saber son motores de crecimiento y no experiencias a evitar o disimular porque podrían ser reprobadas por un adulto. Sin error ni incertidumbre no hay aprendizaje posible.
Además, la infancia es el momento de la vida en el que empieza a mostrarse el talento, a manifestarse esa inteligencia múltiple y diversa (Gardner, H. «Inteligencias múltiples», 2005) que nos hace ser únicos y en todos los casos, capaces. Un niño muestra su aptitud y riqueza necesitando que un adulto le valide su capacidad para luego poder ser reconocida por él mismo.
Emocionalmente la infancia es espontaneidad e implica expresión auténtica de los sentimientos que despierta la relación con el mundo. Es empezar a expresar los enojos, las alegrías, las tristezas y los miedos.
Todo niño tiene el derecho de desear que haya un adulto presente para contener estos estados afectivos. Necesita poder encontrarse con un adulto que, al ofrecerle un espacio de confianza y seguridad básica, le ayude a sentirse con derecho a frustrarse con valentía en los intentos por ir superando las dificultades que todo aprendizaje o experiencia despierte y también a compartir con los adultos la alegría que le generen los logros y realizaciones que en cada momento se vayan produciendo.
Tolerar y contener las emociones de los hijos y de los alumnos es respetar su humanidad.
La infancia también es juego, es vivir en un cuerpo que expresa, que crea, que plasma las fantasías en la realidad. La infancia es movimiento y es entusiasmo.
Pretender una extrema quietud en un niño es inhibir la naturaleza enérgica de este periodo de la vida en el que todo está naciendo. Moverse en la infancia es estar vivo, es desear; es asombrarse.
En aquellos niños en los que el movimiento esté acompañado de una extrema impulsividad y ansiedad, tendremos que ayudar a través de los límites y del ofrecimiento de espacios de expresión emocional a que ese niño canalice toda su energía y pueda regularse sin perder su tendencia a ser activo.
Los límites como reguladores del crecimiento, acompañados de muestras de afecto, ayudarán a los niños con extrema impulsividad a seguir siendo activos, pero con posibilidad de detenerse para nutrirse de las distintas experiencias de la vida. Pienso que en algunas familias e instituciones educativas estamos generando que los niños se conviertan en adultos repentinamente o favoreciendo, sin darnos cuenta, que la adolescencia se adelante en sus manifestaciones.
Sea en una familia o en una escuela, podemos inhibir la riqueza de la niñez, al proponer una pedagogía en la que colmemos a los niños de información sin pedirles su elaboración personal de lo enseñado. Al favorecer que solo usen su memoria para repetir conceptos enseñados, sin poner en juego su creatividad.
Podemos inhibirlos también, al no ofrecerles en la educación problemas complejos que tengan que resolver ingeniosamente. Al no tolerarles sus expresiones ante las frustraciones, al no mirar sus talentos por solo enfatizar un aprendizaje formal, al no reírnos con ellos, al no jugar, al esperar de ellos una extrema paciencia o sumisa adaptación que ni nosotros tenemos como adultos, o al pedirles en algunas ocasiones que ellos sean los que piensen desde el sentido común y nos contengan en nuestras vivencias y sufrimientos de nuestras problemáticas de adultos.
En los tiempos actuales, el paradigma de crianza parece necesitar profundas revisiones; necesitamos construir escuelas y familias en las que se pueda sentir, jugar, fantasear, equivocarse, frustrarse, reírse, crear y pensar. En las que se pueda transformar la experiencia misma a la hora de aprender.
Educar es mostrarles a los niños el mundo para que lo conozcan, pero también permitirles que lo transformen, es darles herramientas para que se desplieguen, no solo para que se adapten a la realidad.
Es ofrecerles el mundo para que puedan construir en él novedades, para que lo sigan creando al habitarlo. Así educaremos hijos y alumnos que el día de mañana tengan la inventiva y la osadía para seguir mejorando el mundo y transformando el sufrimiento humano en crecimiento y en posibilidades.
No nos perdamos la infancia de nuestros hijos o de nuestros alumnos. No dejemos de hacernos ese regalo.
Otorguemos el permiso para que los niños vivencien su infancia. Cada uno de ellos con sus recursos, cada uno desplegándose, sin preocuparse por dejar satisfechos a los adultos para poder ser queridos, sino que puedan crecer cada uno viviendo desde su mismidad.
Es el momento de la vida para construir el amor propio, una mirada positiva y valiosa de nuestra forma de ser.
Dejemos a los niños serlo, sin apurar el crecimiento por ir detrás de un supuesto deber ser que poco se parece a una etapa del desarrollo intensa y luminosa en sí misma.
Saludos para todos,
Matias Muñoz