Los hijos como soldados

En una pareja puede llegar el doloroso momento que implica darse cuenta de que el amor se ha terminado. Es cuando asoma la inexorable realidad que indica que, para alguno de los dos o para ambos, la relación ha perdido todo sentido. Son tiempos de ruptura de ideales, de sueños compartidos que se quiebran y de promesas que se debilitan. En muchos casos, es el final de un camino transitado con paisajes de todos los colores y con tiempos de armonía y otros de aridez.

Las separaciones duelen. Atacan las seguridades construidas en la relación de una pareja que puede haber sido de fuerte apego y seguridad. Perder a alguien nos deja a la intemperie, nos enfrenta a la vulnerabilidad que paradójicamente, en sí misma, nos catapulta a seguir creciendo. Hay algo de caída en una separación y aceptarlo llevará a elaborar la experiencia y prepararse para seguir adelante.

Me interesa detenerme en aquellos divorcios que atraviesan parejas que tienen hijos en común. Porque mientras que los padres toman la decisión de terminar su relación, los hijos miran atentamente las distintas formas en que se resuelve esta compleja situación. Y por lealtad, que es un fuerte sentimiento que une a toda esa familia, los hijos se sienten siempre implicados en eso que ocurre por más que sea un conflicto especifico que la pareja deberá resolver en su intimidad.

Hay separaciones en las que ambas partes viven intentando aceptar el fracaso, ese dolor compartido por no poder seguir adelante, mientras que otras desembocan en guerras explosivas. Llamamos divorcio destructivo al tipo de separación en el que ambas partes inician una judicialización crónica de la situación. Se entrecruzan demandas legales cruzadas que no terminan y suelan escalar en mayor agresividad.

En estas separaciones se despliega un combate en tribunales. Una guerra que muchas veces es buscada para evitar sentir el dolor de la pérdida, porque la agresión mantiene activas a las dos partes, buscando más las estrategias de ataque y destrucción que utilizar la propia energía para elaborar el duelo por esa persona amada que ahora deja de formar parte de nuestro mundo íntimo. Se busca la acción para no conectarse con el sentir y el pensar sobre el significado personal que esta experiencia tiene.

Cuando el divorcio no toma el camino de las demandas destructivas, es para los hijos un dolor más digerible, porque hay un respeto básico entre los padres que lo hacen sentir seguro y cuidado. Se va aceptando un duelo por la pareja que no fue y si los padres se cuidan mutuamente, porque entienden que siguen siendo pareja de padres para toda la vida, los hijos sentirán un cambio en sus vidas más tolerable. Las figuras tanto del padre como de la madre quedan intactas y siguen estando disponibles como fuentes de sostén personal.

Estas son parejas que logran, después de aceptar que el proyecto del vínculo ha quedado trunco, agradecerse lo vivido, entender del aspecto dinámico que la vida tiene, valorar todo lo que el otro ha dado y lo que cada uno recibió, se agradece el camino recorrido y todo el crecimiento, y desde ese profundo respeto a la relación construida, se seguirá la vida como padres de un proyecto que nunca termina: el de la parentalidad.

En cambio, en el divorcio destructivo, en el que se combate desde la herida que duele en lugar de querer cicatrizarla, los hijos son crudamente puestos en lugar de soldados. No hay guerra sin soldados. En estos divorcios los hijos son al mismo tiempo ubicados como bandos y como botines de guerra. Una pesada posición, combatientes y al mismo tiempo las tierras que ¨las personas que me tienen que cuidar se disputan por poder¨.

Es el enojo que viene del dolor por el abandono, por la traición, el que enceguece a las partes, tanto como para poner a un hijo en contra de una madre o de un padre. Un enojo cristalizado que no se elabora porque no da lugar a que surja la tristeza por la ruptura ni mucho menos el deseo de un nuevo tipo de vínculo.
Y son estos divorcios los que se cronifican, se hacen largos en el tiempo porque mientras que las demandas no cesen, habrá un vínculo. Quizás hasta se busquen estas dolorosas y largas guerras para no separarse, ya que, aunque sea para atacarlo o defenderse, el otro será parte de la órbita. Es una extraña forma de decirse: seguiremos juntos, aunque sea en la escalada de demandas legales que intentarán buscar un único culpable de una frustración que siempre es compartida.

Los vínculos empiezan y terminan entre dos. Dos que se unen y dos que deben ahora aceptar el límite de la relación.
Cuando se cronifica un divorcio legalmente, el dolor se profundiza y lejos está la pareja de asumir el final. Y en climas de rencor, las heridas se esparcen, los hijos sufren y quedan expuestos a imágenes de padres deterioradas por ataques y difamaciones. Se deja a los hijos sin referentes y ahora será doble la crisis para los hijos: aceptar la separación de los padres y enfrentarse a la pérdida de vínculos significativos y de amores que fueron estables y consistentes en la presencia.

¿Cuál es la solución posible para este tipo de experiencia de divorcio? Solo las partes que han protagonizado la escalada podrán desarticularla. Lamentablemente ni abogados, ni terapeutas, ni jueces o asistentes sociales tienen el poder de transformar la situación cuando las partes no lo desean internamente. Son solo los miembros de la pareja quienes pueden tomar la decisión de dejar de lastimarse (la violencia con otro implica, también, un daño a sí mismo) y lastimar. Al lograr acuerdos, sentirán que pierden fuerza, pero ganarán en estabilidad. Cesar el fuego hará, a su vez, que vean a sus hijos más fuertes al compartir su vida con sus dos padres sin tener que enfrentarse a uno para querer al otro. Es creciendo con esas relaciones tan primarias y significativas que el hijo gana fuerza y vida.

Para que esto ocurra, es condición, además, que los padres se hagan cargo de que eligieron a su pareja para tener a cada uno de sus hijos. Aceptar esa decisión es respetar el acto sagrado que les dio vida a estos hijos. Además, es mostrarles que comprenden el dolor por la separación, pero que ambos se comprometen a acompañar esas angustias. De esta forma, se enseña cómo incorporar el dolor a la vida que siempre será digna de ser vivida.
Mostrarle al hijo que sus padres se respetan y se valoran, le dará la fuerza para salir al mundo a buscar realizar su destino y felicidad.

Al respetar el amor vivido y aceptar su transformación, y al ayudar a que el hijo se sienta parte y fruto de un acto de amor, perdura el amor parental como sentido de la existencia de la familia que, el caso en que la separación sea inevitable, cambiará en las formas, pero no en su sentido esencial: seguirá siendo una familia que da vida y que ayuda a sostenerla.