La amargura como poder

Balanceaba su amargura en la silla mecedora. El hierro chillaba, oxidado como su alma enrudecida después de ciertas pérdidas. A simple vista, el dolor ya no se le notaba, solo transmitía una expresión de dureza. Su cara pálida, sus chalecos negros y su sonrisa extinguida hacían lo posible para que cada uno que la saludara se sintiera en deuda con ella.

Eran culpas pesadas para todos los que la querían, culpa por visitarla poco, por tenerle poca paciencia, por transmitirle poco afecto; es que todo para ella era escaso. Con su profunda amargura, la abuela Carmen ejercía el poder sobre toda la familia. Su sufrimiento guardado hoy ya era costra, y esas heridas no expresadas hacían sufrir a los demás, porque el dolor se enmascaraba detrás de la victimización.

Lejos quedaron los hechos, aquellos traumas, ahora todo era un intento de dominio del otro para obtener atención y mirada. Quizás algún día había decidido no mostrarse vulnerable, solo transmitir estoicismo, demandas exigentes e insatisfacción frente al vivir. Eligió una vida amarga.

Todas las personas tenemos rasgos parecidos a los de la abuela Carmen. Algo en común con ella.

Los ponemos en juego cuando usamos el negativismo como un lente para mirar la vida y además le sumamos a ese pesimismo una fuerte expectativa, que nos coloca frente a los demás, en un lugar pasivo demandante. Influenciados por las creencias de que el mundo ha sido injusto con nosotros, que nos han dado menos de lo merecido, que otros han tenido más suerte o un éxito injustificado, nos ubicamos en una posición de capricho a partir de la cual esperamos que los demás actúen según lo que consideramos correcto. Es en estos momentos en los que nos guían la amargura, el suplicio, la crítica, los prejuicios, el flagelo, los suspiros, las culpas y todo bajo el gran timón del deber ser. Porque son experiencias en las que creemos haber ya entendido como las cosas deberían ser. La omnipotencia nos ha invadido hasta los huesos. El otro es un ignorante, no entiende.

A veces, creamos en los demás deudas que nosotros les fabricamos. Pasamos de víctimas a victimarios, el juego tiene esa música. Cuando estamos en esa sintonía damos besos, apretones de manos y abrazos que generan una falta. En ese saludo el cuerpo va cargado de un mensaje: Vos no me das lo que yo te pido… y eso te hace poco apreciable. Y a medida que se profundiza el proceso nos acercamos a la violencia sutil porque creemos que tenemos derecho a dominar en los vínculos. Y el otro empieza a sentir que su libertad está en riesgo.

Cuando buscamos la amargura como poder, la confianza está puesta en nuestros juicios de valor y no en lo que la otra persona pueda darnos. Preferimos vivir en el mundo de los juicios. El prejuicio tiene según Bert Hellinger, «el efecto de una condena. Nos convertimos en jueces de otros y de lo que pueden ofrecer… y a veces en sus verdugos». (Hellinger, B. Éxito en la vida, éxito en los negocios, Ed. Rigden Institut Barcelona, 2010).

Cuando juzgamos al otro nos ubicamos por sobre él. Nos ilusionamos con ser superiores y dueños de la verdad. Y así se cumple la profecía y las relaciones se tornan una fuente de sufrimiento. Confirmamos una vez más que el mundo es injusto y un poco cruel y así el juego de la victimización se perpetúa. Entramos en ruedas de malestar que no se acaban.

¿Cómo salir de esta posición de poder tiránico y de agresión pasiva?

El punto de partida será darnos cuenta del lugar en el que nos posicionamos. Porque estos son mecanismos muchas veces inconscientes. Negamos ese poder que buscamos, encontrando razones que justifiquen lo que hacemos. Para eso pensamos o decimos, «Si el/ella no hiciera esto o no fueran así, yo sería diferente con ellos». Negamos lo propio y le adjudicamos al otro la carencia.

La negación y la proyección son mecanismos inconscientes por los cuales subestimamos representaciones (en este caso imágenes de nosotros mismos), que consideramos inconciliables. Y negando nuestro actuar y su significado, nos atrincheramos en una rigidez que nos mantiene a salvo de tener que reconocer nuestro propio cinismo, despotismo o ese costado infantil y exigente desde el cual nos vinculamos. Preferimos afirmar, con la fuerza de un dogma, que el otro es la causa de lo que ocurre y que su conducta es inapropiada.

Pero al empezar el camino de la transformación, una vez que afirmemos conscientemente lo que negamos, se puede ir por la segunda parte del proceso. Se tratará de convertir esa amargura en un acercamiento afectivo. Podremos buscar de forma amorosamente inteligente esa conexión emocional que necesitamos para desplegarnos y ser más felices. Lo que estaba por detrás de las conductas de la abuela Carmen seguramente eran necesidades de afecto, de empatía hacia su esfuerzo y de escucha a sus emociones. Pero ella pedía de una forma que la dejaría cada vez más sola. Su dureza ahuyentaba. El cambio que quizás quedó latente en ella fue ir desde la amargura hacia un amor más maduro.

Pienso en un buen amor como aquel que integra el apego y la autonomía, la necesidad de unión y de pertenencia a una relación, con la importancia de gestionar la propia libertad. El movimiento del amor empieza así por uno mismo, reconociéndonos carentes y virtuosos. Y ese amor nos puede dar la fuerza para ser sanos en la necesidad y no entrar en circuitos de dependencia masiva en la que esperamos todo del otro.

Dando afecto, recibiremos afecto: no era esta la receta de la abuela Carmen; ella solo esperaba que el otro diera… y siempre con sabor a mezquindad, sobre la creencia de que ella lo había dado todo y no se lo habían reconocido lo suficiente.

Lo conveniente sería usar la conciencia y la humildad para movernos de esos lugares tóxicos en las relaciones. Cuando hablo de humildad me refiero a la virtud que nos lleva a establecer y sostener en el tiempo vínculos entre pares y de ayuda mutua. Es el rasgo necesario para permanecer en la simetría en aquellas relaciones como las parejas, los socios o los amigos y no querer instalar una lógica asimétrica de poder. Buscar la simetría, el emparejamiento, implica valorar sinceramente lo que el otro tiene para aportarme.

Será cuestión de ir hacia la humildad que nos lleva a sentirnos parte, la humildad de ser adultos y dejar atrás nuestras infancias y sus exigencias ilusorias para ser más compasivos con el otro y con uno mismo. También la autocompasión es la que nos va a ayudar a buscar lo que necesitamos de una buena forma, esto implica entender nuestras necesidades, mirarlas con ojos de comprensión y crecer en el entendimiento del otro y de su identidad. Aceptarnos y aceptar.

Entender lo que necesitamos, mirar con buenos ojos lo que el otro tiene para darnos y valorar su aporte amoroso a nuestras vidas parecen ser puentes que nos llevan del control omnipotente hacia la libertad, la del otro y la propia.

Para así poder pasar del poder y su amargo regocijo, hacia el amor, la alegría y la libertad.

Matías Muñoz

Psicólogo

MN. 31446 MP. 91343