¿Por qué Helena y Fermin no lloran ni se ríen?

Cuando un bebé nace trae consigo la capacidad de expresar sensaciones corporales y afectivas. Desde un primer momento, llora para decir que necesita y ríe ante la presencia de quién lo mira y lo protege. Es curioso, atento al mundo, con intuición y olfato para buscar y detectar la presencia materna y con la capacidad de construir imágenes que le van generando fantasías y sueños nocturnos.

Un recién nacido tiende a mostrar sus emociones al mundo para que sus representantes las contengan y las transformen en palabras. Empaticamente, quienes nombran los sentimientos del niño y dicen, por ejemplo, «este bebe llora por cansancio, tiene sueño«, van mostrando al niño que las sensaciones corporales y psíquicas se regulan a través de la palabra y al ser habladas pasan a formar parte de un vínculo. En ese proceso de sentir-ser escuchados-hablar-vincularse, paulatinamente las emociones empiezan a formar parte de su mente. Además, estas experiencias de contención son las que van dando confianza en los vínculos (en los padres y en otras figuras cuidadoras) y fomentan las ganas de formar parte del mundo, de habitarlo. Así, el otro se convierte en alguien confiable y seguro, y el hijo va sintiendo que esa figura está presente para cuando él la necesite como su resguardo, como una presencia que fortalece.

Pero hay historias de vida en las que el contexto claudica o se muestra profundamente imposibilitado en su función de mundo cuidador. Surge un mundo que no da garantías afectivas. Hay adultos en la vida del niño, pero estos están subsumidos en sus propios sufrimientos no elaborados.

Hay padres que han vivido tragedias tempranas, de esas que dejan huellas de dolor, que pueden cronificarse y complicar tanto a la madre como al padre para sostener la vida de su hijo. Me refiero a padres que han vivido muertes tempranas de sus propios padres, exilios por guerras, carencias de necesidades básicas, enfermedades crónicas de un miembro de la familia, violencia extrema, grandes pérdidas económicas, desastres naturales, etc.

Son padres que parecen haber sobrevivido a lo traumático, a lo trágico, pero una parte de sí mismos ha quedado detenida en ese acontecimiento. Aspectos de su cuerpo y de su mente no pueden desplegarse, el sufrimiento los ha marcado a fuego y ha dejado cicatrices que complican el vivir plenamente. Se sobrevive más que se vive.

Les propongo imaginar a Helena y a Fermín (personajes ficticios) como padres en la actualidad y que han sido a la vez hijos sobrevivientes de historias complejas como las que nombré anteriormente. Dos adultos que han tenido que ser parte de ambientes muy vacíos de expresiones de afecto. Han nacido en familias atravesadas por la violencia que viene del abandono y de la imposibilidad de sus propios padres de estar presentes como figuras de apego. O en familias con tragedias difíciles de digerir que han dejado a la familia o a alguno de los padres en estados de precariedad afectiva. Imaginemos que son hijos de padres con pocos recursos para generar vínculos emocionales y que han formado hoy sus propias familias.

Sus experiencias infantiles pueden llevarlos a construir un guión de creencias, un conjunto de ideas que sostengan que la vida es un ámbito para hacer y mostrarse fuerte más que detenerse a pensar o a sentir. Vivir puede ser para ellos una acción constante para salir adelante. Pueden transitar la cotidianidad en un frenético hacer y cumplir para mantenerse a flote. Las emociones han quedado bajo los escombros de las tragedias de sus anteriores. Se ven en estas personas conductas un tanto automáticas y estereotipadas a través de las cuales intentan adaptarse a lo que el contexto les pide.

Y así sus sentimientos se cristalizan, se endurece su gesto, nada parece movilizar sus afectos internos, la motivación está en cumplir o en el tener poder, pero el analfabetismo emocional forma parte de su vida diaria. Nos encontramos con adultos que han disociado su emoción para adaptarse a lo que la cultura les demandó. Llevan puesto fuertes escudos de hierro que, si bien los hacen fuertes y duros, los convierten en personas distantes en sus vínculos. Hacen, calculan, organizan, debaten, cumplen, pero se los nota metálicos y fríos. La vida como afecto quedó atrás, en aquellos días en los que se buscó la protección en la resonancia en el mundo y no se la encontró. Frustraciones profundas de la existencia que hoy se camuflan en una postura rústica frente al vivir.

Y podrían surgir los síntomas, anímicos o incluso somáticos, para mostrar que el afecto no manifestado está alojado en el cuerpo o en la mente y busca ser expresado. Callar las emociones tiene su costo para el organismo.

Siendo ellos ahora adultos y con una familia a cargo, ¿pueden diluirse estos muros helados para que tengan con sus hijos, pareja y amigos, una relación de mayor conexión emocional que la que vieron en sus padres? Dependerá de muchos factores.

Por un lado, los acontecimientos intensos de la vida, como nacimientos de hijos o el logro de una pareja, o alguna enfermedad de un ser querido, un logro laboral o la realización de una vocación, pueden formar parte del proceso de reconexión porque son hechos que en sí mismos movilizan procesos internos profundos y personales, y, por lo que mueven internamente, son hechos para ser vividos con el otro. 

Por otra parte, será necesaria la decisión interna de intentarlo, de animarse a confiar nuevamente en los otros, ahora además sabiendo que por ser adulto puede también contenerse y cuidarse a sí mismo. Ya ha pasado el desvalimiento extremo, ahora se tratara de vincularse incluyendo la instancia de mostrar a la pareja, a los hijos, a los amigos, los distintos sentimientos que la vida misma generan.

Si la persona toma la decisión de vivir la vida con mayor conexión, llegó el momento de decirle al mundo y a sus representantes históricos más cercanos: padres, madres, abuelos, otros cuidadores algo semejante a: «Siento mucho que no hayan podido mostrarme una vida conectada, sé que fue difícil para ustedes y para mí y valoro que lo hayan intentado a su modo, pero ahora siendo adulto, les dejo su parte, la comprendo y la suelto para hacerme cargo de lo que es mío. Llegó el momento de cuidarme a mí mismo y de buscar mi buen destino. En honor a que me han dado la vida, incluso en un contexto complejo, es que decido intentar vivir una vida conectado, con mi ser y con el de los demás. Les agradezco la vida que me es suficiente para buscar mi felicidad». 

Surge en esta decisión la posibilidad de dar vuelta el timón del barco transgeneracional y buscar otros rumbos, una vida con sentires y sentidos. Se tratará de que estas personas debiliten sus defensas para poder llorar, alegrarse, disfrutar, sentir miedo, enojarse, tener humor, etc. Al caer los escudos aparece la vida con toda su intensidad. Si esto ocurre, se sentirán, como sostuvo Carl Rogers (psicólogo humanista), cada vez más ellos mismos, sin las máscaras de los debería.

(Rogers, C.El proceso de convertirse en persona. Ed. Paidos, 2000) 

La vida da oportunidades. Se abren nuevos escenarios si la persona puede ir más allá de las resistencias a un nuevo vivir, que vienen del miedo y del control. Aires de cambio y libertad que requieren coraje para vivir más allá de los condicionamientos de la historia.

Decisiones de coraje y libertad.

Lic. Matías Muñoz

Psicólogo
MN: 31446 MP: 91343
Web: matiasmunoz.com.ar