Entre surcos y mareas

Hay acontecimientos tan significativos en nuestra historia personal, que nos llevan a construir a partir de ellos, una forma de vivir la vida. Son sucesos que nos afectan tan profundamente, que hacen virar nuestra cotidianeidad hacia un lugar determinado. Atravesamos experiencias que nos condicionan. Son hechos que, como profundos surcos o fuertes mareas, le dan un ritmo a nuestra existencia.

Cuando esos sucesos son generadores de entusiasmo, alegría o plenitud, nos llevan hacia un mayor despliegue, son acontecimientos dadores de vida, que contribuyen a generarnos sentido para disfrutar del devenir. Nos conducen hacia nuevas experiencias de gozo, nos expanden. Esto sucede cuando atravesamos profundos enamoramientos, nacimientos de hijos, realizaciones de una vocación, encuentros de intimidad con personas queridas, viajes transformadores, experiencias de ayuda al otro, son momentos en los que nuestro ser se expande hacia cada vez más vida. Son esas experiencias que nos ayudan a sentir que la vida es algo merecido. Un regalo a ser tomado con agradecimiento.

Pero cuando son hechos que generan angustia, dolor, vacío o tristeza, al producirnos estados emocionales que vivimos como tensión o pesadez, podemos intentar compensar o disociar esas emociones a través de conductas, que por sí mismas, busquen negar lo ocurrido. Las personas podemos separar de nuestra conciencia el dolor vivido y llegar incluso a mostrar a los demás lo opuesto a lo realmente sentido. En lugar de aceptar los hechos con sus vivencias, los excluimos de nuestro vivir cotidiano. Anestesiamos el dolor, silenciamos el eco de la experiencia, en ocasiones incluso como un necesario intento por sobrevivir. Pero el dolor existió y si fue disociado, fue sentido y no mirado.

Al pensar en estos hechos, me refiero a migraciones dolorosas, muertes tempranas de seres queridos, abandonos significativos, climas familiares hostiles durante la infancia, mudanzas repentinas que desarraigan, rupturas en el sostén amoroso de los padres, accidentes traumáticos, enfermedades crónicas, violencia familiar, abusos sexuales, etc. Son sucesos, no creencias, han ocurrido fenoménicamente y han generado un sentir, aunque no sea este reconocido como propio por la persona. En estado de disociación vivimos la vida como ajena.

Sobre ese dolor podemos jugar juegos peligrosos, como por ejemplo llenarnos de obligaciones para no pensar y sentir, recargarnos de tareas para no entristecernos, consumir sustancias para no contactar con el vacío, evitar vínculos profundos para no arriesgarnos a posibles nuevos sufrimientos, racionalizar la vida convirtiéndonos en personas muy frías y analíticas, aislarnos, exigirnos, mostrarnos omnipotentes, buscar compulsivamente el poder económico , mostrarnos ante los demás como no necesitados.

Son todos modos de vida que nos perturban tanto o más que los hechos originarios, pero los construimos como muros incómodos frente a esa historia que rechazamos.

Vivimos amurallados, pero sin darnos cuenta de que el dolor desde adentro, puja por ser mirado, es el cuerpo el que lo porta ofreciendo un escenario para que lo detectemos. El cuerpo habla de dolores callados. El cuerpo no disimula.

Conectarnos con el dolor es ya darle otra forma, registrar lo sentido disminuye su intensidad. Disociar o conectar, ese es el dilema en el que la persona se encuentra. En la conexión con el sufrimiento ganamos libertad, en la negación de lo vivido entramos en circuitos viciosos que nos encierran en esos modos de vida en los que nos disfrazamos de pocos humanos. No se trata de regodearse con el sufrimiento para victimizarnos en haber tenido una vida dura, sino todo lo contrario, afrontar aquel sufrimiento que es inevitable, para vivir la vida cada vez más integradamente.

Pero ¿por qué conectarnos con el dolor nos da libertad? Porque nos permite comprenderlo para transformarlo en amor, el dolor vivido puede ser tomado como una oportunidad de crecimiento, de fortaleza, de salir del lugar de víctima para mirarlo desde la compasión. El amor, la empatía hacia lo ocurrido, la aceptación del destino y la compasión, sanan estas experiencias.

En los casos de violencia familiar o de abuso sexuales, por ejemplo, entender a ese victimario en su cadena de violencia, entender que ha sido producto él mismo de surcos de dolor, abandonos traumáticos o de violencia misma, empieza a darle sentido a lo vivido. Y al poder uno realmente transformar esa historia se encuentra, gracias a ese destino que nos desborda, con una nueva oportunidad para no repetirla compulsivamente, dejando así de ser eslabones de cadenas tortuosas.

Comprender con compasión, y al mismo tiempo sentirse con derecho a ese enojo y angustia, que se han acumulado por años, transforma lo negado en una experiencia vivida, es aceptar ese surco que por momentos hizo difícil el camino, pero sobre el cual podemos ir hacia una vida plena, vivida en todo su trascurrir. Una vida que implica sucesivos estados de alegría y de tristezas, se trata de vivir en ese caudal de emociones, entre los surcos del dolor y los oleajes de la plenitud y el gozo.

Podemos pasar entonces a elegir mejor, cuando integramos las emociones con lo ocurrido. Porque sintonizamos con nuestra vida, y al conocernos cada vez más, podemos elegir nuestros próximos pasos. Al querer rechazar la historia, solemos repetirla porque retorna, como sostuvo el genial Carl Jung, ¨Lo negado te somete, lo que aceptas te transforma¨.

En la libertad que da la aceptación de los fenómenos de nuestra vida tal y como han ocurrido, en el amigarse con ese destino que no hemos podido controlar, surge ese otro destino feliz y merecido, el de ir pudiendo vivir la vida como nosotros queramos.

Vivir desde el deseo, vivir desde uno mismo.